El maestro aprueba con la mano la tarea del oficial. Es suficiente. Se trata de trazar el menor número posible de líneas sobre la capa de estuco, las justas para permitir un trazado a mano alzada de las formas fundamentales antes de rellenarlas con el color base. El abuelo, su padre, tiene los secretos de la preparación de los colores, ni siquiera él podría acertar mejor las preparaciones sin desperdiciar los valiosos pigmentos. El abuelo sabe combinarlos adecuadamente sin que los traidores amarillos produzcan problemas de salud, el hombre ha sido pintor toda su vida, pero el maestro, su hijo, le supera en calidad artística.
La obra que están realizando en Liesa es modesta y su precio también: nada de lapislázuli, prohibitivo por su precio, si quieres azul, toma aerinita que es un mineral abundante. Por supuesto no hay que desperdiciar ningún color y para ello hay que saber molerlos, mezclarlos y aglutinarlos de la manera adecuada. Ni siquiera los colores ocres y terrosos como el sanguino de los esbozos se pueden utilizar a la ligera y, por supuesto, no se le puede encargar al aprendiz la preparación del temple, no se vaya a malmeter el pigmento logrado con tanto esfuerzo, aunque, esta tarea, en muchas ocasiones, la puede realizar el oficial. ¿Qué será de esos caros pigmentos cuando falte el abuelo, el viejo maestro?


Los modelos decorativos ya están elegidos por parte de los miembros del Concejo de Liesa, así que, manos a la obra. «Tensad la cuerda antes de apoyaros en la pared, no quiero manchas innecesarias, recita con voz de fiscal el maestro». El aprendiz y el oficial tienden la cuerda impregnada con un polvo ocre claro entre los extremos de lo que será la cenefa, para que el maestro la tense y la dispare contra la pared dejando una tenue impronta, una línea que junto a otras paralelas y perpendiculares permitirá al maestro trazar a mano alzada el esqueleto de los motivos de la orla. Nada de colores oscuros y potentes, esos van al final, ahora toca tonos neutros y delicados, ya que serán cubiertos por otros

«No hay que correr, no hay prisa, nos pagarán igual». «Una miseria, padre. Cualquier albañil cobra más que nosotros y contratar una obra como esta a destajo no parece una buena idea». «Debería ser cantero, maestro, esos sí que cobran y viven bien, la mayoría con el pequeño esfuerzo de labrar cuatro piedras al día, sin sobresaltos, y bien considerados, que parecen nobles». «Dicen que más allá de la isla de los corsos que ahora pertenece a nuestro rey, en un territorio que llaman Italia, los pintores cobran como señores y hasta tienen fama entre el pueblo». «Dicen, dicen, dicen, y yo os digo que habléis menos y os concentréis en lo que estáis haciendo, ay de vosotros como me salga una línea torcida».
Ahora toca dibujar con sanguina el perfil de las formas principales. El maestro ejecuta la operación con seguridad, a mano alzada, dejando fluir el trazo y buscando el apoyo constante de las líneas y nodos estampados con anterioridad sobre el yeso todavía fresco.

«Padre, podría intentar pintar la Santa Catalina». El oficial mira con recelo al aprendiz por semejante desatino; él quizá la esboce siguiendo el modelo del maestro, pero de ninguna manera se atrevería a pintarla y menos a insinuarlo a su jefe, pero el aprendiz es su hijo y… ya se sabe.
«Ya sabes que no podemos tontear con las figuras principales, si te dejo esa responsabilidad a ti y algo sale mal los del Concejo nos echarán sin cobrar los últimos jornales y no encontraremos trabajo. Ya sabes que el temple es muy delicado y no admite muchas correcciones». El aprendiz desaparece del interior de la ermita con un escueto «sí padre», es posible que vaya a buscar agua con la mula a las fuentes del pueblo y es seguro que con al trote cansino del animal lo acompañe su corazón compungido. También es posible que su ausencia responda a otras motivaciones, quizá a una fuerte determinación que cada día se va dibujando con mayor intensidad en el rostro del muchacho y que nadie sabe en qué consiste y dónde desembocará.

Esbozar todo el conjunto de grecas y figuras de la obra es una tarea que se prolonga durante semanas, pues el artista pintor se ve obligado a trabajar sobre el enlucido y este debe ser preparado con la anticipación justa y medida. En adelante el temple será el encargado de tapar errores, de lucir los puntos fundamentales y de resaltar con chispas luminosas los detalles más vitales. El maestro se juega su prestigio y no permitirá intromisiones de los oficiales, en todo caso dejará a éstos la tarea de cubrir las tintas planas de las vestiduras y cenefas.

«Mira, padre, mi Catalina». La frase coge a todos por sorpresa, enfrascados en la preparación del temple y su precisa colocación sobre el soporte mural. El aprendiz esgrime en alto con su mano derecha un pequeño tablero de los que se emplean para bocetos en el que se muestra el retrato de una mujer joven, casi una niña. Sorprende a todos la delicadeza de sus líneas, la finura de su acabado y, ante todo, el realismo de la figura que permite identificarla con una persona muy conocida por todos. Sí, no hay duda, la joven del retrato, esa Santa Catalina improvisada por el aprendiz, es Catalina Jiménez de Urrea, la muchacha que, a menudo, acompaña a su padre Pedro, miembro del Concejo y el mayor donante de la obra en la que están inmersos. Catalina Jiménez, inalcanzable criatura para su hijo, fuera de sus posibilidades, piensa el maestro.

Algunas jornadas más tarde el aprendiz da vida con sus pinceles a la Santa Catalina mural bajo la supervisión directa de su padre, el maestro de pintores. Es una Santa Catalina viva y fresca, en realidad es la auténtica Catalina Jiménez que el amor platónico de un chico de 17 años y su impecable técnica han estampado en la pared para la posteridad. El día de la inauguración de las pinturas Catalina está allí y mira de reojo al aprendiz, cuando el padre de éste explica con orgullo que la santa de la pared ha nacido de la mano de su hijo. Resulta complejo determinar cuál es el contenido de la mirada de la joven Catalina que ahora se cruza con la del aprendiz, pero en las dos predomina la tristeza, quizá son la viva representación de una despedida eterna.
O quizá el aprendiz vuelva convertido en maestro para un nuevo encargo, la Epifanía, un mural de cinco metros en la ampliación gótica de la ermita. Allí estará el rostro de Catalina, joven e imperturbable y así será durante siglos.
Séptima y, por ahora, última entrada de este blog dedicada a Liesa y su entorno. Habrá más.
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JESÚS VIÑUALES BORAU